La Barbie tiene hambre, la Barbie tiene frío

Como muchas otras niñas de su misma edad, también mis hermanas atormentaban a mis padres una y otra vez en procura de la célebre muñeca, que en cada nueva versión habría de venir acompañada de su correspondiente kit de múltiples vestidos, zapatos en miniatura, pequeños carros y un sinfin de curiosos accesorios que hacían de la Barbie una astronauta, una enfermeras o lo que fuera, siempre acompañada de su respectivo corotero. Transcurrían así para ellas plácidas las tardes dedicadas al juego “de la casita” justo hasta las cuatro, cuando el inicio del capítulo diario de aquellas entrañables series de TV de los sesenta - Batman, el Zorro o los “Perdidos en el Espacio”- marcaba la hora en que las mimosas muñequitas de plástico eran devueltas a sus cajas y toda nuestra atención de niños se volcaba sobre las andanzas del espadachín californiano, del rarísimo “Dúo Dinámico” o de aquél curioso robot que agitaba sus brazos repitiendo “eso no es computable!”.Porque éramos niños y aquellas eran nuestras horas de juego y divertimento.

La reciente historia recogida por la prensa carabobeña acerca de las muertes en la Maternidad del Sur, en Valencia, trajo a colación un aspecto adicional al ya de suyo hórrido drama de la mujer que muere en el trance de parir, un fenómeno cada vez menos inusual en Venezuela que habla con especial elocuencia de nuestra tragedia sanitaria nacional: se refiere también a la pocas veces atendida catástrofe de la niña que de pronto se hace madre, como si la imagen plástica de la muñeca de los juegos de mis hermanas se transformara en un santiamén en la frágil humanidad de un recién nacido que llora de hambre y de frío en brazos de una adolescente impedida para comprender lo que la maternidad significa.

Y es que el drama de la niña-madre en nuestro país no puede ser más sobrecogedor. Porque no son ni Honduras, ni Bolivia ni Haití los países líderes en tan triste renglón en Latinoamérica: es Venezuela. Son muchos y difíciles los trances por los que ha de atravesar la adolescente de no más de 15 años – la llamada embarazada precoz- antes de verse portando en sus brazos a un pequeño ser que demandará de ella los cuidados y las atenciones que en rigor deberían ser responsabilidad de una mujer adulta y consciente de su papel de madre. En primer término, debemos saber que el suyo será un embarazo de alto riesgo, en el que la posibilidad de enfermar e incluso morir es notable. En segundo lugar, hemos de tener claro que el niño por ella concebido estará en peligro aún antes de nacer y hasta después del parto, con toda la carga que en ello comporta la frecuente prematuridad con la que vienen al mundo. Finalmente, y suponiendo que todo el proceso del embarazo y el parto marchen razonablemente bien, la historia habrá de terminar con la imagen conmovedora de una niña portando en sus brazos ya no una muñeca de plástico con la cual jugar hasta que empiece el capítulo de El Zorro, sino que a un niño de carne y hueso al que hay que alimentar y cuidar en medio de la frecuente pobreza del venezolano que, unida a la precaria asistencia médica que este recibe, se ha convertido en una verdadera máquina de muerte: para muestra, he allí los últimos datos publicados por el MSDS correspondientes al año 2004, que dan cuenta de una mortalidad infantil de 17 por cada 1000 nacidos vivos registrados en Venezuela. Eso es casi tres veces el indicador correspondiente a Chile!

La más efectiva estrategia de prevención del embarazo en adolescentes no se basa tanto en la proliferación de consultas médicas y en la masificación del uso de métodos anticonceptivos sino en una política mucho más básica y simple: mandar a la niña a la escuela. Esta elementalísima verdad la encontramos en un ya clásico trabajo del académico venezolano Ricardo Haussman – quien, por cierto, no es médico obstetra sino experto economista!- que fuera divulgado a principios de la década pasada: la muchacha venezolana que completa al menos 11 años de escolaridad – primaria y bachillerato- suele alcanzar la mayoría de edad ( los 21 años) sin hijos. Tantos más años de escuela perdía la muchacha, tantos más hijos tendría, de modo que aquella que cumplía los 21 sin tan siquiera haber terminado la primaria de seguro habrá parido para entonces tres o cuatro niños. La vida terminará siendo para ella una contínua e infinita lucha por sobrevivir, con lo que el terrible ciclo de la pobreza habrá de cerrarse para seguramente iniciarse una y otra vez en cada uno de sus pequeños hijos.

Macabra paradoja esta, la de un país en el que, como en el nuestro, las mejores oportunidades son desperdiciadas en nombre de esas necias utopías cuyos más ardientes difusores jamás en sus vidas habrán de encarar la hórrida realidad en la que viven sumergidos los millones de venezolanos a quienes su discurso prometiera pan, techo y hasta redención.

Gustavo Villasmil Prieto